Tiene 10 años, pero a su corta edad está muy clara la razón por la que se niega a asistir a un psicólogo, “yo no estoy loco, por eso no necesito ayuda”. Sin duda, las palabras de este niño nacen de una construcción colectiva negativa hacia las personas que enfrentan una condición de salud mental.
Como este niño, existen cientos de miles de personas en nuestra isla que ante el tabú detrás del diagnóstico de un trastorno de salud mental prefieren ocultarlo. Ciertamente, sus estresores son múltiples, pues no solo deben lidiar con las manifestaciones propias de su condición, sino que tienen que enfrentar los efectos del estigma social. Todo ello disminuye las probabilidades de que acudan a un especialista, y lo que es peor, que encierren todo lo que están viviendo.
Estas son solo algunas de las razones por las que cada vez son más los estudios que apuntan a la necesidad de educar y sensibilizar a la población sobre la realidad que vive una persona que enfrenta problemas de salud mental. Además, el desconocimiento genera en las familias sentimientos de culpa, lo que reduce aun más las probabilidades de una intervención apropiada. Todo ello, a su vez, plantea la importancia de que el gobierno asigne recursos económicos en proporción a la necesidad de la población que requiere de servicios psicológicos a corto, mediano y largo plazo. Teniendo en cuenta que las condiciones crónicas de pobreza aumentan las probabilidades de desarrollar problemas de salud mental, y que la mayoría de los diagnósticos enmascaran un evento adverso o traumático no atendido adecuadamente.
Por otro lado, investigaciones exponen que el término de “enfermedad” lejos de evitar el estigma lo refuerza, puesto que las personas que son vistas como “enfermos mentales” son tratados con distancia y consideradas como poco fiables y peligrosas. Además, quedan marcadas y etiquetadas. Por el contrario, la conceptualización de los problemas psicológicos como dificultades, crisis, y/o problemas tendría un efecto contrario a este. Russ Harris, psicoterapeuta inglés, señala que la sociedad occidental asume que el sufrimiento mental es “anormal”, al tiempo que sostiene que los profesionales de la salud contribuyen a este proceso poniendo automáticamente etiquetas del tipo “estás deprimido”, lo que al final termina por confirmar lo “defectuosos que somos los seres humanos”.
Por su parte, Steven Hayes, fundador de la Terapia de Aceptación y Compromiso (ACT, por sus siglas en inglés), establece que los manuales de diagnóstico, como el DSM y el CIE, se crearon para facilitar un lenguaje común entre los profesionales de la salud mental, no obstante, enfocarse solo en identificar síntomas y asignar al paciente a una clasificación diagnóstica, lejos de ayudar, termina contribuyendo a la estigmatización. Es por esto que las terapias contextuales, también conocidas como las terapias de tercera generación, proponen que en lugar de poner el foco meramente en asignar una categoría diagnóstica, se realice un análisis de la persona, es decir, de su conducta dentro de un contexto y no de forma aislada. Este nuevo abordaje a los problemas psicológicos se centra particularmente en cómo lo que se dice la persona de sí misma (y a los demás) le afecta su conducta y funcionamiento diario, y no necesariamente en la reducción de una lista de síntomas.
En fin, Harris asegura que si intentamos ser felices todo el tiempo estamos condenados al fracaso, ya que el estado normal de los seres humanos es un constante fluir de emociones, por lo tanto, de un modo u otro todos experimentaremos pensamientos y sentimientos dolorosos. Así pues, una persona que enfrenta un trastorno mental debe aprender a lidiar con lo anterior, pero también debe enfrentar el sufrimiento que le genera su “enfermedad mental” y el que le crea la sociedad. No ejerzamos más presión a la profunda huella del estigma en la salud mental.
*La autora es psicóloga licenciada con especialidad en consejería psicológica.